Por: Mónica Maydez.
“Un príncipe que es muy valiente, arriesga su vida por salvar a la
pobre (pero hermosa) princesa indefensa. El hombre es aguerrido y lucha contra
lo que sea con tal de salvarla. Ella, una chica débil, femenina, dedicada al
hogar, sufrida, que espera ser salvada para ser feliz. Para tener hijos y un
esposo, formar una familia dónde él los protegerá de todo y proveerá de lo
necesario para vivir. Ella se esforzará por tener hijos sanos y un marido
satisfecho. Todos serán felices para siempre…
o ¿no?”
Me gustaría iniciar por indicar
que la felicidad puede alcanzarse cuando nos autorrealizamos, como decía
Aristóteles: “la felicidad depende de
nosotros mismos”. O bien, citando a Platón “El hombre que hace que todo lo que lleve a la felicidad dependa de él
mismo, ya no de los demás, ha adoptado el mejor plan para vivir feliz”. Partiendo
de ambas premisas filosóficas, ¿en qué momento le adjudicamos el deber de
hacernos felices a nuestras parejas?
Quizá en aquel momento en que
permitimos que insertaran en nuestra mente la idea de que debemos buscar
nuestra media naranja para ser felices. Cosa más errónea no puede haber. Los
seres humanos no somos una mitad, somos un entero. Un entero que, si aprendiera
a hacerse responsable de su formación sentimental, no caería en el cuento de
esperar que la felicidad venga de afuera, en este caso, de la pareja.
Ser felices, entonces, es
autorrealizarnos de la forma en que tanto nos hemos soñado. Esto es algo individualísimo
al grado que solo corresponde a cada ser saber en qué momento lo ha logrado. No
podemos generalizar creyendo o imponiendo que la autorrealización es concluir
estudios universitarios; trabajar en el extranjero; casarse; tener hijos; ser
dueño de una empresa; viajar por el mundo; hacer una fortuna; etc. Esos son
prototipos sociales.
Habrá para quién sí constituya
una autorrealización aquellos preceptos. Habrá para quién la autorrealización
vaya de la mano con vivir un sueño, como recorrer el mundo… pero en bicicleta.
O tener hijos… pero sin casarse. La felicidad, en este sentido, es única y solo
ocurre de la piel para adentro. Por ello no podemos generalizarla ni ponerla en
manos de otra persona.
Por otro lado, las relaciones de
pareja, tampoco constituyen felicidad ni simplismo en su desarrollo. Existen
complicaciones que, en ocasiones, hacen que la relación llegue a su fin.
Cuando la pareja se engancha desde alguna carencia, hablamos de una relación
tortuosa. Si una persona, que siendo infeliz, se relaciona con otra igual o más
infeliz, ¿De dónde piensan construir un “felices para siempre”?
Añadamos a esto, los hijos, que
bien implican una responsabilidad moral, económica, afectuosa, educativa, etc.
La pareja, a veces, se desmorona. Los hijos, que tanto nos absorben, para
finalmente, dejarlos volar. Porque para eso los criamos, para que vuelen más
alto que nosotras, para que dejen de necesitarnos. ¿Dónde queda la pareja o la
familia feliz?
Princesas y príncipes, son la
base del mítico amor romántico que tanto nos ha dañado como seres humanos y
como sociedad. Colocar sobre los hombros de un niño la consigna de que debe ser
un príncipe, es colocar una utopía de actitudes que está obligado a realizar
para ser un hombre a la altura de quién le coloca la loza en la espalda. Él ni
siquiera lo entiende, solo sabe que debe ser “valiente, atractivo, fuerte,
adinerado, bien vestido, ceder el asiento, dejar pasar a las mujeres antes que
él, defender a las mujeres (porque, paradójicamente, le hicieron saber que es
superior a ellas en todo sentido y le sobrevive un sentimiento de derecho sobre
el cuerpo de la mujer), pagar las cuentas, ser servido, cuidado, etc.”
Decirle a una niña que es una
princesa es obligarla a imitar conductas irracionales para ser merecedora del
amor de un “príncipe”. Tales como, ser indefensa, dependiente, cuidadora,
frágil, sutil, femenina (con todo el dolor que para el cuerpo de una mujer
implica: depilarse con cera caliente o con filosas navajas, usar tacones,
operarse algunas zonas del cuerpo, etc.) para cumplir con el rol impuesto por
la sociedad.
En ambos casos es cortar la
verdadera naturaleza de cada persona. Yendo más lejos, se afectan las
relaciones sentimentales desde que somos pequeños. Creamos una percepción desvirtuada
sobre nuestros roles y la forma de relacionarnos. Pasa que al no cumplirse
dicha percepción existen consecuencias a nivel autoestima, sensación de
minusvalía como hombres o mujeres, frustración al darse cuenta que no puede
cumplir con lo impuesto; entender que los estereotipos son sacados de cuentos
de hadas, mitologías o películas infantiles[1],
por lo tanto no es posible lograrlos en nuestra vida como simples mortales.
Te invito a la reflexión con el
fin de hacer verdad las nuevas masculinidades y las nuevas feminidades; así, lograr
un verdadero cambio en la concepción y la forma de relacionarnos
sentimentalmente.
[1]
Películas creadas para entretenimiento de adultos pero que han sido adaptadas
para el públicos infantil, mostrando historias que no son aptas, ni así, para
los menores.

Un reto titanico, erradicar ideas caducas de la sociedad, y a eso añádele el machismo, se tiene muy normado el abuso hacia la mujer, la mujer solo sirve para procrear, ser Ama de casa y buena esposa. Un tema que da para mucho. Excelente artículo Mónica Maydez, gracias.
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