Pantuflas sin dueña.



Por: Mónica Maydez.

6 de mayo de 1994.
Faltaban diez minutos para la una de la tarde cuando mi mamá llegó por mí al colegio, yo saltaba feliz en el patio de la escuela, jugaba con mis amigos un clásico de la infancia millenial “el avioncito”. Tirábamos una teja y saltábamos en un pie intentando no caer. Todos reíamos, niños de diez años disfrutando nuestro tiempo libre.
Una maestra gritó mi nombre, cogí mi mochila que era parte de aquella montaña de mochilas en medio del patio. Me despedí agitando la mano y diciendo “hasta mañana”, claro yo no lo sabía, pero no habría un mañana. Salí de la escuela arrastrando mi mochila y ahí estaba mi mamá, sonriendo. La saludé, cargó mi mochila y me tomó de la mano.
-Hoy vamos a ir a comprar unas pantuflas para tu abuelita, será su regalo del diez de mayo.
-¿Y un juguete para mí? –Pregunté ansiosa.
-Solo si nos alcanza. –Estiró el brazo derecho para hacer que un microbús que se dirigía al centro de la ciudad, se detuviera.
Bajamos del microbús en la calle Allende y comenzamos a recorrer los locales de zapatos. Tenían que ser unas pantuflas muy suaves, a mi abuelita le dolían los pies, así que lo mejor era un calzado que le acariciara cada paso. Poco más de ochenta años; hilos de plata adornaban su cabeza. Por alguna razón que no entiendo, mi abuelita olía a miel, a leche caliente, a hogar.
Cada día, al llegar de la escuela, comíamos con ella y al terminar, solo mi abuelita y yo íbamos a la tienda, ella disfrutaba caminar bajo el sol y yo, a su lado. Comprábamos dos bolsas de papás, solo éramos ella y yo. Sus manos arrugadas por cada experiencia vívida, me tomaban temblorosas al cruce de la calle. Ella no lo sabía, pero en realidad yo era quien la cuidaba.
Volvíamos a casa y nos poníamos a ver una caricatura, mi mamá siempre nos reclamaba que a ella no le compráramos bolsita de papás; las dos sonreíamos con complicidad y no teníamos otra opción más que invitarle un poco. Al poco rato mi abuelita yacía en el más profundo sueño, yo me acurrucaba a lado de ella.
Aquel seis de mayo, en el centro histórico, moría de hambre, así que, como aun no encontrábamos las pantuflas ideales, nos sentamos en un puesto de tortas y comimos. Después seguimos caminando hasta que hallamos las adecuadas: Unas pantuflas color café, de peluche por fuera y por dentro, decían ser acogedoras, provenientes de España, dijo el vendedor.
-Estas le van a gustar a tu abuelita y se ven cómodas. –Mi mamá se veía contenta por haber encontrado, por fin, el calzado adecuado.
Salimos de la tienda, satisfechas. Moría por regresar a casa, darle a mi abuelita su regalo y verla sonreír, diciendo:
< ¡Ay hija! No se hubieran molestado >. –Acto seguido, midiéndoselas sin dejar de sonreír.
No alcanzó para un juguete. Nos quedaba lo justo para los pasajes de vuelta. No importó, yo quería ver sonriente a mi viejita. Eran las cuatro de la tarde.
Bajamos del microbús a dos cuadras de nuestro edificio, conforme nos íbamos acercando un silencio nos iba paralizando. En la calle vimos a gran parte de nuestra familia, lloraban y otros, nos miraban con lástima.
-¿Mamá que pasó? –El miedo me invadía.
-No sé. –Me dijo con la voz rota, presintiendo lo peor. –Dios quiera que todo esté bien.
Cuando llegamos, una prima me abrazó sin permitirme el paso. Mi mamá entró y minutos después, escuché sus gritos, su llanto. Yo comencé a llorar sin entender aun lo que pasaba.
-¿Mi abuelita? –Le pregunté al percatarme que entre todos mis familiares, faltaba ella.
-Ahorita entras. –Era todo lo que atinaba a decirme.
Pasaron minutos, que para mí fueron años, hasta que salió mi mamá por mí.
-Hija, nos quedamos solas. –Chilló. Al tiempo que me permitían pasar al edificio, todos, vecinos y familiares me veían con tristeza. Hasta que llegué al departamento donde vivía mi abuelita, estaban unas tías sentadas a la mesa, llorando en silencio. Entré hasta la habitación y la vi.
 Su cuerpo inerte sobre la cama.
Esa tarde no caminamos hasta la tienda, ni compramos papitas. No vimos la televisión juntas ni me acurruqué a lado de ella. Mi abue había muerto. Parecía que dormía, la vi tranquila y hermosa como siempre, su boca entre abierta y sus ojos apretados. No tuve valor para abrazarla, era la primera vez que la muerte se me presentaba.
 Mis tías dijeron que murió mientras tallaba el patio, como a las doce del día. Presuntamente un infarto fulminante me arrancó lo más tierno que tenía en mi vida en ese momento. Al caer, su cabeza se estrelló contra el adoquín, se abrió y sangró profusamente. Ellas la recogieron y la llevaron a su cama, donde yo la encontré, sin vida.
Las pantuflas se quedaron sin dueña. Y yo sin mi viejita.
Al día siguiente no hubo escuela. Vi a mi abuelita durmiendo dentro de una caja fúnebre. Me despedí de ella de la forma en la que una niña puede hacerlo. Fui al entierro, vi como la sumergían en la tierra. Solo quería abrazarla una última vez.

Tiempo actual.
Morir es un verbo, pero bien podría ser un tatuaje. Muerte. Recuerdos. Dolor. Algarabía de pensamientos. Misterio del mañana.
Daría un poco de mí por volver a caminar a su lado, bajo el sol, tomada de su mano. Aliviarme durmiendo a su lado. Con su olor a hogar. Ese que perdí. Mirada profunda, espalda cansada de tanto cargar. Manos temblorosas. Labios partidos.
Morir es un verbo, se conjuga de manera reflexiva; también dolorosa. Dolor que se queda tatuado aquí, en el corazón. Me quedé sin ella. ¿Las pantuflas? Sin dueña.

 

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